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lunes, 12 de marzo de 2018

LA ÚLTIMA NOCHE DE BORIS GRUSHENKO (Woody Allen, 1975)

Diego Peña Domínguez.  

VI Cine fórum de la Fundación La Alcudia, el  12 de marzo de 2018.



Imagínense a un joven introvertido, preocupado por la filosofía y la muerte, confundido por su deseo carnal hacia su prima que a su vez está enamorada del más bruto e idiota de sus hermanos, y que además es un cobarde militante y un patoso clínico. De pronto, si fuera poco dura la vida en la Rusia del s. XIX para alguien así, Napoleón decide que Francia se le queda pequeña y quiere anexionarse también Austria, anterior aliada, y a nuestro apocado joven le toca ir a la guerra. Todo este drama, casi victoriano, podría haber sido perfectamente una gran película dramática, con una contextualización y recreación de las guerras napoleónicas de una gran superproducción de Hollywood, y no hubiera pasado nada, sería una más. Sin embargo, este documento de amor y muerte (título original de la obra, “Love and death”) Woody Allen lo transforma en una de las más hilarantes comedias de su tiempo y de toda su filmografía, a la altura de títulos como Bananas, Toma el dinero y corre, Zelig, o la premiada y aclamada Annie Hall.

La última noche de Boris Grushenko es una película cínica, de parodia histórica y costumbrista. Pero no es sólo una sucesión de gags, como pudiera parecer. También es una película de viajes iniciáticos, del antihéroe al héroe por accidente, del desamor, casi desprecio, al amor. Y de la vida a la muerte de manera constante. También es una película de fuertes contrastes, el propio protagonista no deja nunca de ser el neoyorkino tímido, hipocondríaco y obsesionado con la muerte y el sexo que es en sus películas anteriores, ni siquiera deja sus gafas de pasta en virtud de la correcta contextualización de la película. No es casualidad el momento histórico elegido, uno de los más terribles de la historia, pero lo suficientemente alejado, quizá, del holocausto de la segunda guerra mundial, que hubiera sido demasiado pronto (1975) para tomárselo a broma, siendo él, además, judío, si bien el tema lo toca transversalmente en una conversación con su párroco. El contexto dramático de las guerras napoleónicas Woody Allen lo utiliza para darnos una lección sobre la alegría de vivir, y para reírse de lo más sagrado sin ningún complejo ni culpa, así hace gags sobre su madre, la muerte, dios, la religión, el más allá, la nación o la patria, el matrimonio, el heroísmo militar, el ejército, etc. Tendremos que esperar a ver algo que se le acerca, pero que tampoco va tan lejos, con la segunda guerra mundial, en La vida es bella (Benigni, 1997). Sí vemos algo similar, pero anclado a la religión y la historicidad de Jesús, en La vida de Brian (Monty Python, 1979), cuatro años después de Boris Grushenko, donde una escena nos recuerda mucho a Woody Allen, a razón de lo que pueden traernos de bueno los franceses con la invasión.

Entramos aquí en las capas de lectura más intelectuales de la película. Si bien es un film del que se puede disfrutar con sus chistes sin ir más allá, la realidad es que el autor sí fue más allá, salpicándolo de velados y no tan velados homenajes, tanto a cómicos como a encumbrados directores de cine, así como a grandes escritores de la literatura rusa. En el plano cómico podemos ver sin ningún problema en algunos diálogos a Bob Hope, donde el protagonista hace chistes sobre sí mismo desprestigiándose delante de su interlocutor. También vemos la presencia de los hermanos Marx en los diálogos más surrealistas de la trama, como el primer encuentro con Napoleón, y sobre todo podemos seguir la estela del genial Charles Chaplin en las escenas de cámara acelerada con golpes en la cabeza o de enfrentamiento del débil contra el fuerte, como la escena del duelo a muerte. 



La parodia, en realidad homenaje, a grandes directores la vemos en una escena de sexo que acaba con la imagen de una estatua de león abatido tras el envite y que nos lleva a los tres leones de Serguéi Eisenstein en su película El acorazado Potemkin. En la misma el genial autor soviético presenta tres planos de los leones del teatro de Odesa, primero un león en reposo, luego despierto y cabeza alzada, y por último, con la victoria de los soviets, un león rugiendo poderosamente. Woody Allen le da la vuelta y acaba con el león destrozado tras unos intensos minutos de actividad sexual. También vemos a Eisenstein en la recreación de las batallas, en los ángulos de algunos planos así como en el montaje de las mismas, si bien, Woody le dará a todo un claro tono cómico e irónico.



Y sobre todo está presente uno de sus autores favoritos, Ingmar Bergman, del que cogerá la figura de la muerte, algunos de los encuadres de Diane Keaton o el rostro difuminado de Natasha. Para el director neoyorkino una de las mejores películas de la historia del cine es El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957).

Y entramos en la faceta más profunda e intelectual de la película, los autores rusos. El más presente, evidentemente, es León Tolstói y su conocida Guerra y paz, la transformación de la vida de los rusos tras la invasión de Napoleón, así como las influencias de la cultura francesa en la decadente aristocracia zarista. En las películas anteriores que se han hecho sobre Guerra y paz todas marcan tres tiempos que Woody Allen también respeta en la suya: un duelo a muerte por una mujer, un atentado contra la vida de Napoleón y discusiones morales y filosóficas, que en la obra de Tolstói enlazan con el humanismo cristiano mientras que en Boris Grushenko lo hacen desde la perspectiva de un cobarde militante y agnóstico.

Otro autor de cabecera de la película es Fiódor Dostoievski, aquí veremos El idiota (1868) en la suerte del propio protagonista condenado a muerte. Los tres hermanos Grushenko que se presentan nada más comenzar, y que nos recuerdan a Los hermanos Karamazov (1880), y por supuesto la conocida Crimen y castigo (1866) en el dilema moral de matar o no matar al tirano. También el autor ucraniano de cuentos cortos Nikolái Gógol se insinúa en la perspectiva cómica de los temas transcendentes así como en la importancia de la comida a lo largo de toda la película, tanto es así que la intención de Allen fue titularla Amor, muerte y comida (Love, death & food).

También es importante fijarnos en el tiempo y lugar en el que se rueda la película, Estados Unidos 1975 (si bien los escenarios son de París y Budapest), estamos en el último año de la guerra de Vietnam, el antimilitarismo impregna toda la contracultura americana y la obra no se escapa a esa crítica social, a lo absurdo de las guerras. Igualmente vemos una parodia de la guerra fría de bloques y de la Unión Soviética, mientras el comunismo entrenaba y armaba a sus aliados cubanos, en Boris Grushenko es un sargento negro con acento cubano el que inicia su instrucción, dándole la vuelta a la realidad y parodiándola.


En conclusión tenemos al Woody Allen de sus primeras películas, que siempre fueron algo más que una alocada secuenciación de gags, pero también tenemos al futuro autor neoyorkino trascendental que enamorará la crítica con la siguiente película, Annie Hall. La última noche Boris Gurshenko se encuentra, precisamente, a caballo de estas dos etapas: juventud y madurez.