por Javier Martínez-Pinna y Diego Peña
La pérdida de los últimos territorios de nuestro imperio colonial después de la injusta guerra contra los EEUU en 1898, no supuso un desastre para la economía española ya que, en términos generales, se pudieron emprender importantes reformas que posibilitaron el saneamiento de la Hacienda, al mismo tiempo que se produce una repatriación de capitales y el mantenimiento de los mercados latinoamericanos. La pérdida de Cuba y Filipinas provocó, en cambio, una conmoción inmensa y una crisis de nuestra conciencia nacional, expresada en la obra de autores como Unamuno o Baroja, que empujó a un grupo de intelectuales a denunciar las contradicciones del régimen político español basado en el sistema de la Restauración, caracterizado por la alternancia en el poder de las dos ramas principales del liberalismo (moderados y progresistas) mediante una serie de prácticas que obstaculizaron la consolidación de un régimen político estable.
Las propuestas de reforma y de modernización política se desarrollaron en torno al movimiento regeneracionista, cuyos integrantes atacaron con vehemencia las injusticias del régimen oligárquico de la Restauración, en el que la voluntad popular había sido anulada mediante el caciquismo y la enorme influencia que la nobleza, el clero y el ejército seguían teniendo en nuestro país. De esta forma se recuperaba la ancestral preocupación patriótica por los males que aquejaban a España, expresada en el siglo XVII por los arbitraristas y posteriormente por los ilustrados españoles en el contexto del reformismo borbónico. El intento de identificar de forma objetiva las causas de la decadencia española a finales del XIX estuvo claramente influenciado desde el punto de vista ideológico por el krausismo y por la Institución Libre de Enseñanza, cuyos principios básicos giraban en torno a la necesidad de impulsar el espíritu crítico frente al dogmatismo, la libertad ideológica, el humanismo y el fomento de la cultura sin restricciones sociales...
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