Después de la Guerra de Sucesión,
Inglaterra trató de apoderarse de unas tierras que durante siglos habían
pertenecido a la monarquía hispánica. Esta es la historia de Blas de Lezo, uno
de los más brillantes y audaces militares españoles cuyo heroísmo puso contra
las cuerdas al poderoso imperio inglés. Artículo publicado en Vive la Historia.
Por Javier Martínez Pinna y Diego Peña.
A
principios del siglo XVIII, España se esforzaba por mantener su hegemonía en el
Nuevo Mundo. El final de la Guerra de Sucesión había supuesto la liquidación
del imperio europeo y por eso la monarquía borbónica centró su atención en los
magros beneficios, que sus posesiones americanas podían ofrecer a una España
que llevaba setenta años en claro declive. En este contexto, los ingleses no
podían dejar pasar la oportunidad de fortalecer su poder a costa de una nación
que se desangraba como consecuencia de sus evidentes contradicciones sociales y
económicas, pero fue precisamente en este momento cuando apareció un hombre,
cuya férrea voluntad e innegable patriotismo, permitió a España mantener su
supremacía en América durante mucho tiempo.
Blas de Lezo y Olavarrieta vino
al mundo el día 3 de febrero de 1689 en el barrio donostiarra de Pasajes. De su
infancia es poco lo que sabemos, aunque no tenemos dudas al afirmar que se
educó en un colegio francés hasta el 1701, momento en el que se enrola en la
Armada Francesa como guardamarina.
En este mismo año se iniciaba en
Europa la Guerra de Sucesión, como consecuencia del problema sucesorio al trono
español después de la muerte del malhadado Carlos II. El nombramiento como rey
español de Felipe de Anjou, apoyado por la monarquía francesa, fue contestado
por el resto de potencias europeas, encabezadas por Inglaterra, temerosos de la
fuerza que podían adquirir España y Francia, ambas gobernadas por la dinastía
borbónica.
Durante este conflicto, Blas de
Lezo empezó a demostrar sus cualidades militares y una valentía casi temeraria
que le permitieron ascender rápidamente y convertirse en uno de los marineros
más valorados de la Armada Española. Su servicio en buques franceses se explica
por el interés de los dos países aliados de intercambiar oficiales entre sus
ejércitos para mejorar su formación, y así lo hizo Blas de Lezo cuando sirvió embarcado
en el Foudroyant, buque insignia del conde de Toulouse, desde el mismo momento
en el que se rompieron las hostilidades. Quiso la Historia que el joven oficial
español tuviese su bautismo de fuego en la batalla naval de Vélez Málaga, la
más importante de la Guerra de Sucesión, y que enfrentó a una flota
anglo-holandesa dirigida por el almirante Rooke, con una franco-española al
frente de la cual se encontraba el conde de Toulouse. A pesar del gran número
de unidades desplegadas por ambos bandos, el resultado de este primer choque
fue bastante impreciso, ya que entre otras cosas no se consiguió hundir ninguno
de los grandes buques que durante horas intercambiaron un intenso fuego de
artillería. De todas maneras, la peor parte parece que se la llevaron los
ingleses, porque sus bajas ascendieron a las 2500 por las 1600 de los franceses
y españoles, a lo que se tuvo que sumar la gran cantidad de heridos, entre los
que se contaba al propio Blas de Lezo del que se dice que luchó de forma
ejemplar hasta que una bala de cañón le alcanzó en la pierna, provocándole una
graves lesiones que hicieron inevitable su amputación.
Debido al valor demostrado en la
batalla, reconocido entre otros por el conde de Toulouse, fue premiado con su ascenso
a “Alférez de bajel de alto bordo” y lo más increíble de todo, con tan sólo
quince años de edad. Su recuperación fue larga, pero Blas de Lezo siempre soñó
con el momento de volver a embarcarse, y por eso no dudó en rechazar el cargo
de asistente de cámara de la corte del rey español Felipe V. En 1705 se produjo
su vuelta al mar, operando en diversos buques y participando en distintas
campañas mediterráneas como en el auxilio de las ciudades de Palermo y
Peñíscola, pero especialmente de Barcelona para el que se le asignó una pequeña
flota para abastecer a las tropas borbónicas. Casi al mismo tiempo se le
reconoce a Blas de Lezo un nuevo prodigio, el de la captura en 1707 y posterior
incendio del buque inglés HMS Resolution, un barco de tercera clase y armado
con setenta cañones, que fue derrotado por un barco francés, el Toulouze, de
menor tonelaje, en el que nuestro protagonista servía como Alférez de Navío.
En julio de ese mismo año, las
tropas imperiales del príncipe Eugenio de Saboya iniciaron el asedio de Tolón,
en el sur de Francia, apoyados por la flota inglesa del almirante Shovell, que
durante días bombardearon la ciudad. Hasta allí se dirigió Blas de Lezo, para
participar en la defensa del fuerte de Santa Catalina, con tan mala suerte que
tras el impacto de una bala de cañón en uno de los muros de la fortificación,
una esquirla le impactó en un ojo hasta provocarle unas heridas internas que
fueron irreparables.
Esta nueva demostración de valía
le supuso el ascenso al grado de Teniente de Guardacostas en el año 1707. Con
tan sólo 18 años Blas de Lezo había perdido una pierna, y también un ojo, pero
nada parecía apartarlo de su sueño. Tras una breve convalecencia, el joven
marinero vasco volvió a embarcarse en diversos barcos franceses y españoles,
desde donde participó en la captura de nuevos buques ingleses, como el Content,
pero especialmente del Stanhope, un gran navío de dos puentes y 70 cañones, con el que se habría enfrentado Lezo
a bordo de una pequeña fragata en evidente desigualdad de condiciones. A pesar
de que este hecho nunca ha sido aceptado por los autores ingleses, cuenta la
historia que el oficial español evitó el combate de costado para no verse
expuesto a la superior potencia artillera de los ingleses, prefiriendo abordar
el barco por popa hasta conseguir su rendición.
Dos años más tarde, encontramos
a nuestro protagonista combatiendo en Barcelona contra las tropas imperiales
del Archiduque Carlos, esta vez al mando del Campanella, un barco que se sumó
al asedio de la ciudad en los momentos finales de la Guerra de Sucesión. El 11
de Septiembre de 1714 se produjo un episodio fundamental en la vida de este
insigne militar, cuando no se sabe muy bien si en un nuevo enfrentamiento
contra las defensas costeras de la ciudad, o contra un barco inglés, Blas de
Lezo recibe un balazo de mosquete en su antebrazo derecho, dejando su
extremidad sin movilidad durante el
resto de su vida.
Ya nadie podía dudar de la
osadía de este personaje cuya fama empezó a convertirse en legendaria entre los
marineros que formaron parte de la tripulación de unos barcos españoles que,
desde ese momento, empezaron a jugar su última partida para mantener la
hegemonía en el mar de la vieja monarquía hispánica. Tuerto, cojo y manco,
muchos empezaron a conocer a Lezo como medio hombre o patapalo, aunque
a decir verdad no tenemos ninguna evidencia sobre la utilización de estos
“motes” durante su vida.
Ni aun en estas condiciones, se
planteó la posibilidad de rechazar el nuevo ofrecimiento de su rey Felipe V,
cuyo gobierno le pidió su traslado hasta el continente americano al mando del
buque Lanfranco, como parte de una escuadra enviada a los mares del sur para
luchar contra los piratas y corsarios franceses que operaban en las costas
pacíficas del Perú. Allí pasó muchos años, combatiendo contra unos criminales
que amenazaban con romper las comunicaciones en una ruta cuyo control era
fundamental para hacer llegar los cargamentos de plata hasta Panamá. Pero en su
biografía también hubo tiempo para el amor, porque en tierras del Virreinato
del Perú conoció a doña Josefa Mónica Pacheco Bustios y Solís, una joven
criolla con la que contrajo matrimonio y formó una nutrida familia.
Con ella partió en 1730 de nuevo
hacia España, un país que se esforzaba por recomponer su fuerza en el
Mediterráneo. Pero para ello, era necesario dejar sentir su presencia en
Italia, y hacer respetar los intereses de una España en claro retroceso en el
ámbito internacional. Como jefe de una escuadra naval, Blas de Lezo navegó
hasta Génova, una ciudad empeñada en humillar a la antigua potencia, al negarse
a saldar una deuda contraída de dos millones de pesos. Al frente de seis buques
de guerra españoles, el oficial se presentó en la zona portuaria para
posteriormente exigir a sus autoridades el homenaje a la enseña nacional y
amenazar a sus autoridades con el bombardeo de la urbe si no le entregaban en
el acto los fondos adeudados. Ante tan contundentes razones, el Senado genovés
no se lo pensó ni un solo instante, y por eso a los pocos días, la escuadra
hispana puso rumbo hacia Alicante, con una enorme cantidad de dinero para
sufragar la siguiente campaña de la monarquía española: recuperar el
estratégico enclave de Orán, el cual cayó con la decidida participación de
Lezo.
Más lejos no se podía llegar. Su
prestigio, al menos en esta ocasión, fue reconocido por el mismo Felipe V,
tanto que le concedió el honor de utilizar la bandera morada con su escudo de
armas, además del reconocimiento de su ingreso en la Orden del Espíritu Santo y
la Orden del Toisón de Oro. Por si pudiese parecer poco, en 1734 fue ascendido
a Teniente General y destinado a Cádiz, plaza desde donde saldría en 1737 hacia
América para protagonizar una de las gestas más épicas en la historia de las
armas españolas.
En aquel momento, Inglaterra
estaba empeñada en desplazar a España como fuerza dominante en el Cono Sur
americano. Tampoco estaba dispuesta a renunciar a las fabulosas riquezas
presentes en un espacio geográfico que codiciaba por encima de todo. El
principal problema de la Pérfida Albión era que ambas naciones se encontraban
en paz desde 1713, y no existía ningún pretexto que justificase el inicio de la
guerra. Tal vez por eso, los ingleses decidieron hacer las cosas como ellos
mejor sabían: a traición y por la espalda, potenciando una vez más la práctica
de la piratería y del contrabando, con el consiguiente quebranto de los
intereses comerciales españoles en América. A pesar de todo, el potencial de la
flota española volvió a crecer gracias a la labor del ministro Patiño, lo que
significó el aumento de la capturas de estos barcos pirata tanto en la zona
caribe como en las costas del Pacífico.
Fue uno de estos problemas de
contrabando el que al final provocó el inicio de las hostilidades, cuando un
navío español al mando del capitán Fardiño, logró apresar el mercante británico
del capitán contrabandista Robert Jenkins, razón por la cual el gobierno inglés
decidió declarar la guerra a España. Las primeras actuaciones inglesas no se
dejaron esperar, lo que demuestra la preparación para el conflicto desde mucho
tiempo antes de su inicio. En noviembre del 1739, el almirante sir Edward
Vernon atacó la ciudad de Portobelo con la intención de interrumpir las
comunicaciones del Virreinato de Nueva Granada con México. Indudablemente la
localidad, escasamente defendida, cayó sin apenas resistencia, lo que animó al
almirante inglés a iniciar los preparativos para asestar el gran golpe que a la
postre supondría la conquista británica de todo el virreinato de Nueva Granada.
No sin dificultades, Vernon reunió la que se ha venido a considerar una de las
mayores flotas de todos los tiempos, al menos hasta el estallido de la Segunda
Guerra Mundial, formada por unos 130 buques y unos 30.000 hombres, entre los
que destacaban los 9000 casacas rojas, más otros 4.000 soldados procedentes de
las colonias norteamericanas y varios miles de jamaicanos que actuaban como
auxiliares. Por si pudiese parecer poco, los ingleses se plantaron ante la
costa de Cartagena de Indias con más de dos mil cañones, cuya intención era
acallar los escasos anhelos de esperanza de unos españoles que sólo contaban
con un cuerpo de ejército de 1.100 soldados veteranos de los regimientos de
Aragón y España, más unos 400 reclutas y unos 600 milicianos de la ciudad. Frente
a la imponente flota del rey Jorge III de Inglaterra, los defensores de
Cartagena de Indias contaban sólo con seis barcos: el Galicia, el San Carlos,
el San Felipe, el África, el Dragón y el Conquistador; una fuerza menor, pero
dirigida por el que nos atrevemos a considerar como el mejor militar del siglo
XVIII.
Vernon llegó al mando de su
flota el 13 de marzo de 1741 con ganas de terminar por la vía rápida con la
resistencia de los españoles. Desde el primer día las fortalezas que defendían
Cartagena de Indias fueron sometidas a un feroz fuego artillero hasta
convertirlas en escombros. Bocachica, defendida estoicamente por Carlos Desnaux
y 500 hombres logró resistir dieciséis días hasta que no tuvieron otra opción
más que replegarse.
Mientras tanto, los barcos
españoles se batieron con decisión para evitar que la flota inglesa penetrase
por la bahía, pero su esfuerzo fue en vano debido a la enorme superioridad
numérica de los asaltantes. Ya todo era cuestión de tiempo, la victoria estaba
al alcance de su mano, y por eso Vernon envió un correo a Londres anunciando su
victoria, que fue tan bien acogida que las autoridades inglesas decidieron
acuñar unas monedas conmemorativas en las que se veía a Blas de Lezo (con dos
piernas) humillándose ante el almirante.
A pesar de todo, esta partida
aún no había acabado. La aguerrida infantería española diezmada por el
incesante fuego enemigo se terminó retirando para tomar posiciones en el
castillo de San Felipe de Barajas, en donde 600 hombres se vieron sometidos a
un nuevo bombardeo como paso previo al asalto definitivo que, esta vez sí,
tendría que haber dado la victoria a un ejército inglés cada vez más
desmoralizado por la inexplicable resistencia de unos españoles que luchaban
contra su propio destino.
Vernon ordenó a sus hombres que
se adentrasen sigilosamente en la selva para rodear la fortaleza de San Felipe,
e inmediatamente atacar desde la retaguardia, forzando una pequeña entrada que
Blas de Lezo se había preocupado por taponar con 300 hombres armados con armas
blancas que, contra toda lógica, y emulando a los famosos 300 de las
Termópilas, repelieron el ataque inglés causándoles unas 1.500 bajas. Fue en
ese momento cuando el ánimo de los británicos se desplomó hasta rayar en la
desesperación. La desconfianza se apoderó de todos los miembros del estado
mayor inglés, pero al final Vernon pudo imponer su voluntad. Debían de
intentarlo una vez más. La noche del 19 de Abril varios miles de soldados
ingleses volvieron a avanzar por la selva, pero esta vez apoyados por un
espectacular fuego de artillería y cargados con unas escalas para asaltar las
murallas de San Felipe. Pero nuevamente, Blas de Lezo fue más listo que su
contrincante, porque previendo este peligro había ordenado cavar un foso
alrededor de la fortaleza, por lo que las escalas se quedaron irremediablemente
cortas, dejando a los asaltantes expuestos a un fuego incesante por parte de
los últimos defensores de Cartagena de Indias.
Los ingleses habían llegado
hasta el límite de sus posibilidades, pero por si existía alguna duda sobre la
evidencia de que esta vez la victoria sería para los españoles, Lezo ordenó una
carga a bayoneta que provocó la huida en desbandada de los británicos y su
derrota en una guerra en la que sucumbió una buena parte de la oficialidad
británica y de su temida flota.
España, en cambio, logró
mantener su supremacía en América y
recuperar su protagonismo en el mundo,
merced a la valentía y al patriotismo de un pequeño grupo de individuos que
brillaron con luz propia en este siglo XVIII, repleto de españoles ilustres,
del que Blas de Lezo fue uno de los más sobresalientes.
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