Tu nombre es Servio Furio, segundo hijo de Tito Furio y de Julia Asinia. Tu hermano mayor, Tito Furio, murió en la trampa mortal del lago Trasimeno a la edad de veinte años, cuando tú sólo contabas cinco. Tu padre cayó heroicamente en el campo de batalla de Cannas al año siguiente. El infame Aníbal ultrajó a tu familia y destruyó vuestra humilde granja y cultivos, sucumbiendo tu madre y tú a la más terrible de las pobrezas. Salve a Fabio Máximo Cunctator que os compró la propiedad y os dejó vivir allí a cambio de parte de vuestro trabajo. Eres un soldado de la República de Roma porque te alistaste voluntariamente en el ejército del joven Escipión, Marte lo proteja e impida su derrota siempre, para buscar fortuna y gloria, y derrotar al monstruo que asoló vuestras tierras. Tu juventud unida a tu falta de recursos te obliga a encuadrarte en los velites del ejército proconsular de Publio Cornelio Escipión, formado en este mismo instante en la llanura de Zama. Frente a ti tienes una línea de 80 gigantes grises que jamás en tu vida habías visto y que, pese a lo que te habían contado los veteranos de Trebia, Trasimeno y Cannas, junto a los que compartes fortuna, nunca pensaste que existieran de verdad. Tras los paquidermos, el ejército cartaginés, tres filas heterogéneas de malditos mercenarios, aguerridos combatientes cuyo único objetivo es matarte. El procónsul os ha levantado muy temprano, os habéis hidratado bien y desayunado mejor, aun así te encuentras en una extraña tensión, tus ojos miran al horizonte intentando abarcar la totalidad de la formación de las huestes enemigas, pero no puedes, es como si vieras una imagen al final de un túnel, la imaginación te hace creer que has distinguido al temible Aníbal, subido a un elefante, detrás de sus hombres, uno de sus ojos es una concavidad yerma tapada con un parche, el general parece mirarte cual Polifemo amenazante, y su cuerpo es un curtido cuero oscuro cruzado por mil cicatrices. Está rodeado de sus veteranos de la invasión de Italia, a los que no necesita darles órdenes, sólo mirarlos. A tu alrededor tus compañeros alivian su estrés, algunos sollozando o rezando, otros se orinan o defecan encima y los más dispuestos se envalentonan dando ánimos al resto. Tus ojos son dos platos que ni siquiera la luz de la mañana consigue entrecerrarlos, tu cuerpo está a la vez rígido y tembloroso, es una palpitante masa muscular entrenada duramente por tu general para este momento, sudas y tienes frío al mismo tiempo, la mano que aprieta tu jabalina está roja por la presión ejercida. Te echas a un lado y vomitas sin poder evitarlo. Golpes secos, rítmicos y en composición acelerada martillean tus oídos, pero no sabes distinguir si son los latidos de tu corazón o los tambores de guerra del enemigo. Crees haber soñado hace unos minutos que el sol se ponía durante un espacio de tiempo indeterminado y luego volvía a lucir, como una broma o una bendición, no sabrías decir, de los dioses. De repente una nube de polvo se levanta en el horizonte y los bramidos de los elefantes se confunden con las trompetas del hades. Empieza a relajarse algo tu cuerpo y a dilatarse tus pupilas, en tu mente y en tus oídos resuena una palabra que es un coro a tu espalda y a tus costados, toda Roma está en esta batalla gritando, a la vez que sus espadas impactan contra sus escudos: ¡VENGANZA… VENGANZA… VENGANZA!
Recreación novelada del libro Breve historia de las Guerras Púnicas. Editorial Nowtilus.
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