¿Se
imaginan una ley que le permitiese al Estado disponer de las tierras públicas
en beneficio de los más desfavorecidos? ¿O una ley que obligase al Estado a
vender comida de primera necesidad a bajo precio entre la población? O mejor
aún ¿una ley que obligara a nombrar a los jueces de entre el pueblo, además de
entre la casta senatorial? Aunque cueste trabajo de creer, esto es lo que
intentaron los Graco, una familia patricia que trató de frenar el progresivo
proceso de descomposición de una República inmersa en una profunda crisis
económica, moral y política. Artículo publicado en Vive la Historia
Por Diego Peña y Javier
Martínez-Pinna
A mediados del segundo siglo antes de Cristo,
Roma se debatía en una crisis que hizo temblar las bases constitucionales de la
todopoderosa República. Después de muchos años de guerra, los pequeños
campesinos romanos, aquellos que habían proporcionado los mejores soldados con
los que se nutrieron las legiones, se hallaban al borde de la extenuación. Pese
a todos sus esfuerzos, nunca pudieron competir con los grandes propietarios,
que cada vez producían a más bajo coste, merced a la utilización de esclavos en
sus enormes latifundios. Al no poder compensar esta situación de inferioridad,
muchos de ellos no tuvieron otro remedio más que vender sus pequeñas parcelas,
para terminar convirtiéndose en una clase desarraigada, ajena a los medios de
producción, y sujeta a las nuevas condiciones que imponía un nuevo tipo de
economía de corte especulativo.
Las salidas eran muy pocas, casi nulas, especialmente si tenemos en
cuenta que en la ciudad los talleres artesanos, empezaron a emplear mano de
obra servil que condenó a la indigencia a los empleados que antes habían
trabajado en ellos. Fue en este contexto donde surgió un personaje clave para
poder entender los acontecimientos principales, que marcaron la historia del
mundo romano, y que a la larga supondrán la muerte del régimen republicano.
Tiberio Sempronio Graco era miembro de la alta aristocracia romana, pero
a diferencia del resto de senadores que formaban la nobilitas, supo detectar a tiempo las graves contradicciones que
amenazaban los cimientos institucionales del estado. Por eso, a pesar de que su
política pudiese parecer revolucionaria, sus ideas eran profundamente
conservadoras, en su objetivo de garantizar el cuerpo cívico-social, que
tradicionalmente se había basado en la existencia de campesinos romanos,
propietarios de tierras, y que había formado la base para el reclutamiento del
ejército. Es por eso por lo que, al reducirse el número de propietarios, el
Senado se encontró con dos alternativas posibles, o bien se prolongaba la
estancia de los soldados en el ejército, algo tremendamente injusto, o bien se
aumentaba el número de propietarios recurriendo a un reparto de tierras
existentes en el ager publicus, solución más lógica pero que chocó con
los intereses de unas clases pudientes que como otras tantas veces a lo largo
de la Historia, no les importó lo más mínimo la suerte de su patria si esta
chocaba con la conservación de sus propios privilegios. Hay cosas que nunca
cambian.
Pero Tiberio Sempronio Graco fue valiente, después de todo por sus venas
corría la sangre de los Escipiones, al ser nieto por parte de madre del
mismísimo Publio Cornelio Escipión, vencedor de Aníbal en la Segunda Guerra
Púnica. En el 133 a.C. accedió al tribunado de la plebe, y no dudó ni un solo
instante en presentar una nueva ley agraria después de exponerla en un
brillante discurso en donde se subrayaron las injusticias del régimen y la
necesidad de un reparto más equilibrado de la tierra. Después de todo, lo único
que pretendió era confiscar las tierras usurpadas por los senadores romanos,
aprovechándose de la larga estancia de estos pequeños propietarios en el
ejército, luchando por la grandeza de Roma, para observar a su vuelta como la
clase dirigente se había servido de los esclavos de unas regiones que sólo
ellos habían logrado derrotar, para de esta forma sumirlos en la más extrema
pobreza.
No sin problemas, la ley agraria fue finalmente aprobada, por lo que se
procedió a la elección de unos triunviros agrarios encargados de aplicarla y
comenzar con el reparto. Pero las tensiones no tardaron en aparecer. Los gastos
fueron muy numerosos, y para hacer frente a esta alta demanda de dinero, Graco
propuso utilizar el tesoro que Atalo III de Pérgamo había dejado como herencia
al pueblo romano, y que el tribuno necesitaba para poder continuar con su
política. Esto era mucho más de lo que podía permitir la nobilitas, más aún con toda esa cantidad de dinero de por medio,
por lo que aprovecharon las sesiones celebradas para discutir la propuesta de
Tiberio Sempronio Graco, de acceder otra vez al tribunado, y mandaron a un
grupo de matones, encabezados por Escipión Násica, que la emprendieron a porrazos
contra todos los seguidores del malhadado tribuno. A Tiberio Sempronio Graco le
mataron de un mazazo en la nuca, y su cuerpo y el de un centenar de seguidores
fueron arrojados a las cristalinas aguas del Tíber que a partir de entonces
quedaron manchadas de injusticia.
Con la muerte del
mayor de los Graco la fractura de la sociedad romana así como la franja de
desigualdad entre las clases populares identificadas en la plebe urbana, los
itálicos conquistados y el orden ecuestre, frente a los optimates, aristocracia
romana, era insalvable y requería, como en tiempos de la Ley de las Doce
Tablas, de un reajuste, algo que no se conseguiría sin violencia.
Cayo Graco, educado
por su madre Cornelia y por preceptores griegos, al igual que su hermano,
estuvo al lado de Tiberio en la comisión agraria (IIIviri agris dandis
adsignandis iudicandis) y cogió el testigo a la muerte de éste en el 133
a.C., con apenas 22 años. Tras un periodo iniciático, que le llevó a hacerse
con el Tribunado de la Plebe en el 123 a.C. puso en marcha todo un plan de
reformas encaminadas no sólo a terminar el trabajo de su hermano mayor, sino a
profundizar y mejorar los “revolucionarios” cambios que le enfrentarían con la
clase senatorial, incluyendo a sus todopoderosos parientes los Escipiones.
Entre estas
reformas, Cayo pretendía excluir, para acceder a cualquier magistratura, a todo
aquel que hubiese sido destituido soberanamente por el pueblo, pero también,
tal vez teniendo en su memoria a su propio hermano, poner ante la justicia a
todo aquel que hubiese condenado a alguien sin pasar por los tribunales (lex
de capite civis). No menos llamativo fue su intento de encarcelar de todo
magistrado que participase en la condena de un inocente (lex ne quis iudicio
circunveniatur); también volvió a darle poderes jurídicos a la comisión
para llevar a cabo la reforma del ager publicus iniciada por su hermano (lex agraria)
y obligó al Estado a vender cereales a bajo precio a la plebe (lex annona),
aboliendo la ley Calpurnia del 149 a. C. con lo que rompió el monopolio
del Senado en los asuntos de los tribunales e introdujo, al mismo tiempo, la
paridad de éstos con el orden ecuestre.
Es evidente
que ante estas reformas la alta aristocracia romana no iba a quedarse de brazos
cruzados. El partido de los optimates
esperaba con impaciencia el final del tribunado de Cayo (dos años), sin embargo
el pequeño de los Graco cometió el error de intentar presentarse para un tercer
mandato con la intención de afianzar sus reformas que en otro caso serían totalmente
destruidas desde el Senado. Previamente los aristócratas habían ganado para su
causa al otro tribuno de la plebe, Marco Livio Druso, para que en ausencia de
Cayo, que se encontraba fundando la primera colonia fuera de suelo itálico, Colonia
Junonia, cerca de Cartago, dictase leyes impopulares en Roma y atraer la
enemistad del manejable pueblo hacia Cayo (¡qué poco hemos cambiado ¿verdad?!)
No hacían falta más excusas. El Senado puso en marcha un senatus consultum ultimum, que otorgaba plenos poderes a los
dos cónsules del momento. Cayo Graco y su compañero para el tercer mandato,
Marco Fulvio Flaco, fueron declarados enemigos de la República.
Marco Fulvio y
sus hijos fueron asesinados y Cayo Graco se suicidó a la edad de 33 años (121
a.C.), edad a la que, según parece, mueren los héroes. La historia de los
hermanos Graco podría resumirse en el famoso título de la novela del gran
Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada.
Pero si la
muerte de los Graco era evidente, evidente también es que sin su legado Roma no
hubiese jamás construido su imperio. Las reformas que en su momento podríamos
denominar de revolucionarias, salvando las distancias, vistas desde el prisma
de la historia se nos antojan las únicas posibles para configurar lo que
después fue Roma, ya que sin el reparto de la riqueza de las sucesivas
conquistas entre todo el pueblo romano al que se le fue uniendo gente a través
de la concesión de la ciudadanía, habríamos tenido sólo un gran castillo de
naipes aristocrático que en poco tiempo hubiera colapsado y sido destruido,
como le ocurrió a otros imperios que no tuvieron unos Graco.
La semilla
plantada por los Graco no fue, por lo tanto, estéril, sino que Mario se encargó
de regarla y abonarla, Julio César podó y sulfató lo que ya había crecido, y
Octavio Augusto recogió todos sus frutos. Pero esa es otra historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario