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martes, 8 de noviembre de 2016

LOS GRACO: orígenes de una revolución.


¿Se imaginan una ley que le permitiese al Estado disponer de las tierras públicas en beneficio de los más desfavorecidos? ¿O una ley que obligase al Estado a vender comida de primera necesidad a bajo precio entre la población? O mejor aún ¿una ley que obligara a nombrar a los jueces de entre el pueblo, además de entre la casta senatorial? Aunque cueste trabajo de creer, esto es lo que intentaron los Graco, una familia patricia que trató de frenar el progresivo proceso de descomposición de una República inmersa en una profunda crisis económica, moral y política. Artículo publicado en Vive la Historia

Por Diego Peña y Javier Martínez-Pinna

A mediados del segundo siglo antes de Cristo, Roma se debatía en una crisis que hizo temblar las bases constitucionales de la todopoderosa República. Después de muchos años de guerra, los pequeños campesinos romanos, aquellos que habían proporcionado los mejores soldados con los que se nutrieron las legiones, se hallaban al borde de la extenuación. Pese a todos sus esfuerzos, nunca pudieron competir con los grandes propietarios, que cada vez producían a más bajo coste, merced a la utilización de esclavos en sus enormes latifundios. Al no poder compensar esta situación de inferioridad, muchos de ellos no tuvieron otro remedio más que vender sus pequeñas parcelas, para terminar convirtiéndose en una clase desarraigada, ajena a los medios de producción, y sujeta a las nuevas condiciones que imponía un nuevo tipo de economía de corte especulativo.
                Las salidas eran muy pocas, casi nulas, especialmente si tenemos en cuenta que en la ciudad los talleres artesanos, empezaron a emplear mano de obra servil que condenó a la indigencia a los empleados que antes habían trabajado en ellos. Fue en este contexto donde surgió un personaje clave para poder entender los acontecimientos principales, que marcaron la historia del mundo romano, y que a la larga supondrán la muerte del régimen republicano.
                Tiberio Sempronio Graco era miembro de la alta aristocracia romana, pero a diferencia del resto de senadores que formaban la nobilitas, supo detectar a tiempo las graves contradicciones que amenazaban los cimientos institucionales del estado. Por eso, a pesar de que su política pudiese parecer revolucionaria, sus ideas eran profundamente conservadoras, en su objetivo de garantizar el cuerpo cívico-social, que tradicionalmente se había basado en la existencia de campesinos romanos, propietarios de tierras, y que había formado la base para el reclutamiento del ejército. Es por eso por lo que, al reducirse el número de propietarios, el Senado se encontró con dos alternativas posibles, o bien se prolongaba la estancia de los soldados en el ejército, algo tremendamente injusto, o bien se aumentaba el número de propietarios recurriendo a un reparto de tierras existentes en el ager publicus, solución más lógica pero que chocó con los intereses de unas clases pudientes que como otras tantas veces a lo largo de la Historia, no les importó lo más mínimo la suerte de su patria si esta chocaba con la conservación de sus propios privilegios. Hay cosas que nunca cambian.
                Pero Tiberio Sempronio Graco fue valiente, después de todo por sus venas corría la sangre de los Escipiones, al ser nieto por parte de madre del mismísimo Publio Cornelio Escipión, vencedor de Aníbal en la Segunda Guerra Púnica. En el 133 a.C. accedió al tribunado de la plebe, y no dudó ni un solo instante en presentar una nueva ley agraria después de exponerla en un brillante discurso en donde se subrayaron las injusticias del régimen y la necesidad de un reparto más equilibrado de la tierra. Después de todo, lo único que pretendió era confiscar las tierras usurpadas por los senadores romanos, aprovechándose de la larga estancia de estos pequeños propietarios en el ejército, luchando por la grandeza de Roma, para observar a su vuelta como la clase dirigente se había servido de los esclavos de unas regiones que sólo ellos habían logrado derrotar, para de esta forma sumirlos en la más extrema pobreza.
                No sin problemas, la ley agraria fue finalmente aprobada, por lo que se procedió a la elección de unos triunviros agrarios encargados de aplicarla y comenzar con el reparto. Pero las tensiones no tardaron en aparecer. Los gastos fueron muy numerosos, y para hacer frente a esta alta demanda de dinero, Graco propuso utilizar el tesoro que Atalo III de Pérgamo había dejado como herencia al pueblo romano, y que el tribuno necesitaba para poder continuar con su política. Esto era mucho más de lo que podía permitir la nobilitas, más aún con toda esa cantidad de dinero de por medio, por lo que aprovecharon las sesiones celebradas para discutir la propuesta de Tiberio Sempronio Graco, de acceder otra vez al tribunado, y mandaron a un grupo de matones, encabezados por Escipión Násica, que la emprendieron a porrazos contra todos los seguidores del malhadado tribuno. A Tiberio Sempronio Graco le mataron de un mazazo en la nuca, y su cuerpo y el de un centenar de seguidores fueron arrojados a las cristalinas aguas del Tíber que a partir de entonces quedaron manchadas de injusticia.
Con la muerte del mayor de los Graco la fractura de la sociedad romana así como la franja de desigualdad entre las clases populares identificadas en la plebe urbana, los itálicos conquistados y el orden ecuestre, frente a los optimates, aristocracia romana, era insalvable y requería, como en tiempos de la Ley de las Doce Tablas, de un reajuste, algo que no se conseguiría sin violencia.
Cayo Graco, educado por su madre Cornelia y por preceptores griegos, al igual que su hermano, estuvo al lado de Tiberio en la comisión agraria (IIIviri agris dandis adsignandis iudicandis) y cogió el testigo a la muerte de éste en el 133 a.C., con apenas 22 años. Tras un periodo iniciático, que le llevó a hacerse con el Tribunado de la Plebe en el 123 a.C. puso en marcha todo un plan de reformas encaminadas no sólo a terminar el trabajo de su hermano mayor, sino a profundizar y mejorar los “revolucionarios” cambios que le enfrentarían con la clase senatorial, incluyendo a sus todopoderosos parientes los Escipiones.
Entre estas reformas, Cayo pretendía excluir, para acceder a cualquier magistratura, a todo aquel que hubiese sido destituido soberanamente por el pueblo, pero también, tal vez teniendo en su memoria a su propio hermano, poner ante la justicia a todo aquel que hubiese condenado a alguien sin pasar por los tribunales (lex de capite civis). No menos llamativo fue su intento de encarcelar de todo magistrado que participase en la condena de un inocente (lex ne quis iudicio circunveniatur); también volvió a darle poderes jurídicos a la comisión para llevar a cabo la reforma del ager publicus  iniciada por su hermano (lex agraria) y obligó al Estado a vender cereales a bajo precio a la plebe (lex annona), aboliendo la ley Calpurnia del 149 a. C. con lo que rompió el monopolio del Senado en los asuntos de los tribunales e introdujo, al mismo tiempo, la paridad de éstos con el orden ecuestre.
Es evidente que ante estas reformas la alta aristocracia romana no iba a quedarse de brazos cruzados. El partido de los optimates esperaba con impaciencia el final del tribunado de Cayo (dos años), sin embargo el pequeño de los Graco cometió el error de intentar presentarse para un tercer mandato con la intención de afianzar sus reformas que en otro caso serían totalmente destruidas desde el Senado. Previamente los aristócratas habían ganado para su causa al otro tribuno de la plebe, Marco Livio Druso, para que en ausencia de Cayo, que se encontraba fundando la primera colonia fuera de suelo itálico, Colonia Junonia, cerca de Cartago, dictase leyes impopulares en Roma y atraer la enemistad del manejable pueblo hacia Cayo (¡qué poco hemos cambiado ¿verdad?!) No hacían falta más excusas. El Senado puso en marcha un senatus consultum ultimum, que otorgaba plenos poderes a los dos cónsules del momento. Cayo Graco y su compañero para el tercer mandato, Marco Fulvio Flaco, fueron declarados enemigos de la República.
Marco Fulvio y sus hijos fueron asesinados y Cayo Graco se suicidó a la edad de 33 años (121 a.C.), edad a la que, según parece, mueren los héroes. La historia de los hermanos Graco podría resumirse en el famoso título de la novela del gran Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada.
Pero si la muerte de los Graco era evidente, evidente también es que sin su legado Roma no hubiese jamás construido su imperio. Las reformas que en su momento podríamos denominar de revolucionarias, salvando las distancias, vistas desde el prisma de la historia se nos antojan las únicas posibles para configurar lo que después fue Roma, ya que sin el reparto de la riqueza de las sucesivas conquistas entre todo el pueblo romano al que se le fue uniendo gente a través de la concesión de la ciudadanía, habríamos tenido sólo un gran castillo de naipes aristocrático que en poco tiempo hubiera colapsado y sido destruido, como le ocurrió a otros imperios que no tuvieron unos Graco.

La semilla plantada por los Graco no fue, por lo tanto, estéril, sino que Mario se encargó de regarla y abonarla, Julio César podó y sulfató lo que ya había crecido, y Octavio Augusto recogió todos sus frutos. Pero esa es otra historia.

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