Javier Martínez Pinna y Diego Peña.
En marzo de 1766 el pueblo de Madrid asaltaba las calles de la capital, levantando un grito de protesta contra el que en aquel momento era el principal ministro del rey, el marqués de Esquilache. El exorbitado aumento de precios de los productos de primera necesidad, entre ellos el pan, unido a la enorme impopularidad del político italiano por la reciente prohibición del uso de la vestimenta tradicional, incitaron el ánimo de unos madrileños convenientemente manipulados por los sectores más reaccionarios de la corte, cuyo único interés era terminar con la política reformista impulsada por los ministros de Carlos III.
Durante este siglo XVIII, la Ilustración española había sido considerada algo así como una especie de afrenta a los valores tradicionales patrios, e incluso como una desviación del característico modo de ser de un país que había pasado de puntillas por el Renacimiento, que no había conocido la revolución científica y cuya burguesía emprendedora brillaba por su ausencia. A pesar de todo, la nueva realidad surgida en la política internacional después de la Guerra de Sucesión y la muy posterior firma del primer pacto de familia entre España y Francia, hizo casi inevitable la apertura del país hacia las novedosas tendencias culturales e ideológicas procedentes de Europa, favoreciendo la aparición de un grupo de españoles preocupados por los males que aquejaban al país, y que estaban dispuestos a colaborar con una serie de reformas tendentes a superar la decadencia en la que se encontraba España desde tiempos ya demasiado lejanos.
Los problemas que tuvieron que superar estos primeros ilustrados, fueron tan extraordinarios que no encontraron otro remedio más que salir de España para formarse en las más prestigiosas escuelas del viejo continente. Precisamente, la necesidad de abandonar el país se terminó convirtiendo en una de las características fundamentales de nuestra Ilustración, cuyo nacimiento se forjó viajando por los interminables caminos de una Europa cada vez más alejada de la superstición, pero también por la influencia de unos libros que poco a poco empezaron a llenar las bibliotecas de estos intelectuales al servicio de la nación.
Uno de ellos fue Jorge Juan, nacido en la pequeña localidad alicantina de Novelda para terminar convirtiéndose en una de las mentes más preclaras del panorama intelectual español en el siglo XVIII. Aunque por encima de todo destacó por su faceta científica, como un gran ingeniero naval y matemático, Jorge Juan fue también reconocido como lo que realmente fue, un auténtico humanista empeñado en denunciar los males que aquejaban a la sociedad española de la época, pero siempre desde su sentido ilustrado y desde la más estricta tolerancia que su contexto histórico, social y económico le permitía.
El navegante alicantino vino al mundo el día 5 de enero de 1713 en la hacienda de El Fondonet, que los Juan tenían en el término actual de Novelda. A pesar de que los biógrafos albergan pocas dudas sobre este episodio, el estudio de su partida de bautismo nos sumerge en la duda ya que el sacerdote que lo bautizó, mosén Ginés Pujalte, párroco de la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves en Monforte del Cid, cometió el imperdonable error de no consignar el lugar exacto en donde nació, provocando una secular disputa entre las dos localidades levantinas.
Jorge Juan fue el mayor de los tres hijos que tuvieron Bernardo Juan Canicia, miembro destacado de la nobleza alicantina, y la ilicitana Violeta Santacilia Soler, ambos casados en segundas nupcias en el año 1711. Con tan solo tres años de edad, el pequeño Jorge tuvo que afrontar la primera de las pruebas que el destino, siempre caprichoso, se empeñó en ponerle en su camino, cuando de forma repentina murió su padre, lo que le obligó a abandonar su casa situada en la Plaza del Mar de Alicante, para desplazarse a Elche, en donde permaneció hasta los seis años, en los que abandonó la compañía materna para volver a su hogar e iniciar sus estudios en el colegio de la Compañía de Jesús de la capital alicantina. Una vez allí, Jorge Juan dio muestras de las sobradas actitudes que más tarde le llevarían a convertirse en uno de los científicos más prestigiosos de nuestra historia, y por eso, unos años más tarde se terminó trasladando hasta Zaragoza para continuar su formación, junto a su tío paterno, Cipriano Juan, bailío de Caspe y caballero de la Orden de Malta.
La progresión de Jorge Juan se intuía imparable, pero hemos de suponer que su gran vocación fue el mar, porque con tan sólo doce años fue enviado a Malta como paje del Gran Maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén, ingresando en la prestigiosa Escuela Naval, para adquirir unos sólidos conocimientos naúticos, matemáticos y cartográficos, fundamentales para protagonizar la gran expedición por la que siempre fue recordado.
En 1730 ingresó en la Compañía de Guardias Marinas de Cádiz, reforzando su fama de alumno aventajado y destacando en el estudio de las asignaturas técnicas como la geometría, las observaciones astronómicas, cálculo, navegación o hidrografía, pero también en las de corte humanístico, razón por la que se ganó el sobrenombre de Euclides. Jorge Juan tampoco fue ajeno a la propagación de las ideas ilustradas en una ciudad como Cádiz, cuyo puerto comercial se terminó convirtiendo en una especie de puerta de entrada de las corrientes enciclopedistas procedentes de Europa. La influencia de estas nuevas ideas fue aún mayor en el joven marino alicantino ya que hasta el año 1734, en el que finalizó con éxito sus estudios de Guardia Marina, tuvo ocasión de navegar por todo el Mediterráneo en unos navíos comandados entre otros por el célebre Blas de Lezo o por el Marqués de la Victoria.
Pero antes de adentrarnos en las aportaciones de Jorge Juan a la ciencia hemos de hacer una parada para contextualizar el hecho de la ilustración en España y el porqué de su desarrollo desde nuestra armada. Para ello hemos de entender el sesgo comedido de las ideas ilustradas o la escasa penetración de la ciencia en nuestras instituciones. En España no se llegó a fundar una Real Academia de las Ciencias como sí se hizo en Londres, París, Berlín o San Petersburgo. En nuestro país se ha de hablar de focos ilustrados más que de una etapa ilustrada propiamente dicha. Uno de estos focos fue la armada española, donde una élite cultural servirá de sutil transmisor de ideas al resto de la sociedad civil a mediados del s. XVIII, siempre bajo la tutela y permiso del monarca y la implacable vigilancia de la iglesia católica.
La guerra de sucesión al trono (1701 – 1713) dejó en entredicho las otrora gloriosas estructuras militares de un Imperio que se desmoronaba a pasos de gigante. Al acceder al trono, Felipe V trajo consigo el absolutismo ilustrado que iniciara su abuelo Luis XIV, el rey Sol, un movimiento que irónicamente puso las bases a la futura revolución francesa. Ante esta situación Felipe V encargó a su ministro José Patiño, la Intendencia General de Marina, la Superintendencia del Reino de Sevilla y la presidencia del Tribunal de la Contratación de Indias. Todo ello con la intención de recuperar y desarrollar la marina española y el comercio con las Indias, pero también la defensa de las costas atlánticas, mediterráneas y americanas.
Para ello se instaló en Cádiz el centro naval de mayor importancia de España, impregnando desde el minuto cero a la armada española de un fuerte sesgo ilustrado, heredado de la marina francesa. Inmediatamente se puso de relieve otra gran carencia de la oficialidad Española, esto es, la escasa formación de nuestros mandos, en parte porque en ocasiones los puestos de mayor relevancia recayeron entre los miembros de una nobleza acomodada y guerrera, que no tenía necesidad de demostrar una valía más allá de la de origen divino por virtud de su cuna. La apuesta de Patiño estuvo en formar oficiales tanto para la guerra como para la ciencia, sobre todo en el mar. Éste es el origen de la creación de la Real Compañía de Guardias Marinas en 1717, primera Escuela Académica Naval de España en donde, como ya sabemos, se formó el propio Jorge Juan.
En este contexto académicos franceses mostraron su interés en el año 1734 de medir en Quito un arco de Meridiano bajo el Ecuador, hecho que permitiría una mayor precisión científica en el desarrollo de la cartografía. Luis XV de Francia pidió a Felipe V que dichos académicos viajasen con la armada española a América para llevar a cabo su importante investigación. Al menos en esta ocasión, el rey español supo estar a la altura porque exigió que en dicha misión embarcasen los jóvenes oficiales Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en un viaje que al final les marcaría para el resto de sus vidas.
Carta Geográfica de la Costa Occidental en la Audiencia del Quito (1751), por Jorge Juan y Antonio de Ulloa |
Para ello se les ascendió a tenientes de navío, Jorge Juan se encargaría de la astronomía y la matemática, y Ulloa sería el naturalista. Además se les ordenaron trabajos de corte histórico, descriptivo, cartográfico, botánico y mineralógico. Y también tareas de información sobre la situación social y política de las posesiones del monarca en ultramar, amén de la vigilancia de los académicos franceses. Partieron de Cádiz en 1735, y en el horizonte les esperaban nueve años de durísimos trabajos, durante los cuales estos caballeros del punto fijo, recorrieron zonas de costa y de montaña con altitudes próximas a los 5.000 metros, y, en muchas ocasiones, tuvieron que atender tareas defensivas en plazas del Perú contra el almirante inglés Anson (¿cómo no?)
Fruto de este viaje se llegó a conclusiones tan importantes como que la Tierra está achatada por los polos. La resolución de este problema zanjaba una controversia que se remontaba a los filósofos griegos, siendo el último siglo el más dinámico con un airado debate entre dos escuelas enfrentadas, la que defendía la forma elongada de los polos, del académico Cassini, o la de los que pensaban que estaba achatada, defendida entre otros por Maupertius o Newton. La expedición zanjaría el asunto con la demostración de que estos últimos tenían la razón.
Tras el viaje, Felipe V encargó a Jorge Juan que permaneciera en América documentando la organización territorial, siendo ascendido a su regreso a capitán de navío. Jorge Juan pasó en total diecinueve años en las Indias. A su regreso el marqués de la Ensenada decidió que era el hombre indicado para encargarse de la total modernización de la armada española. Para ello se le encargaría espiar en Londres los astilleros del Támesis. Llegó, con su falsa identidad, Mr. Josues, a codearse con el primer ministro John Russell, que ordenaría poco después darle caza por espía. Acertadamente Jorge Juan intuyó una más que inevitable guerra marítima con Inglaterra por la supremacía en América. Las colonias estarían en peligro si no se modernizaban nuestros barcos. Llegó a documentar los usos preindustriales como el barco de vapor así como puntuales planes de ataques ingleses a colonias americanas de España...
Fruto de este viaje se llegó a conclusiones tan importantes como que la Tierra está achatada por los polos. La resolución de este problema zanjaba una controversia que se remontaba a los filósofos griegos, siendo el último siglo el más dinámico con un airado debate entre dos escuelas enfrentadas, la que defendía la forma elongada de los polos, del académico Cassini, o la de los que pensaban que estaba achatada, defendida entre otros por Maupertius o Newton. La expedición zanjaría el asunto con la demostración de que estos últimos tenían la razón.
Tras el viaje, Felipe V encargó a Jorge Juan que permaneciera en América documentando la organización territorial, siendo ascendido a su regreso a capitán de navío. Jorge Juan pasó en total diecinueve años en las Indias. A su regreso el marqués de la Ensenada decidió que era el hombre indicado para encargarse de la total modernización de la armada española. Para ello se le encargaría espiar en Londres los astilleros del Támesis. Llegó, con su falsa identidad, Mr. Josues, a codearse con el primer ministro John Russell, que ordenaría poco después darle caza por espía. Acertadamente Jorge Juan intuyó una más que inevitable guerra marítima con Inglaterra por la supremacía en América. Las colonias estarían en peligro si no se modernizaban nuestros barcos. Llegó a documentar los usos preindustriales como el barco de vapor así como puntuales planes de ataques ingleses a colonias americanas de España...
El 2 de mayo de 1860 sus restos mortales fueron depositados en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando (Cádiz).